Comentario
El capitalismo inicial se sirvió de diversas técnicas e instrumentos, a los cuales no cabe atribuir en su integridad un carácter de novedad absoluta. En el siglo XVI, en realidad, más que de invención de nuevas técnicas comerciales cabe hablar de expansión de las que ya fueron puestas en uso en las ciudades de Italia del Norte desde los siglos plenomedievales.
En cuanto a los medios de pago, en primer lugar, hay que tener presente que las dificultades para el completo desarrollo de una economía capitalista determinaron la permanencia muy generalizada de ciertos medios límites, como el autoconsumo y el trueque, extendido este último tanto al interior de las economías cerradas como al mercado exterior (F. Mauro). Sin embargo, entre las características fundamentales del capitalismo se encuentra la de ser una economía eminentemente dineraria. El uso de la moneda, que tenía un gran poder liberatorio y facilitaba los intercambios, se extendió. El sistema se basó en la moneda metálica, cuyo valor se autorrespaldaba en su propio contenido material, consistente en oro, plata o vellón (pieza de cobre con una cierta aleación de plata). Así pues, existía una correspondencia directa entre el valor nominal o de cuño de la moneda y su valor intrínseco. Esta regla de la buena moneda tuvo pocas excepciones en el siglo XVI, época en la que los gobiernos no solieron caer fácilmente en la tentación de manipular la moneda al objeto de obtener beneficio de la acuñación. En el siglo XVII, por el contrario, se acuñó abundante moneda de cobre con un valor nominal superior al del contenido metálico, lo que provocó tensiones inflacionistas en la economía de los países que recurrieron a este expediente, dictado por necesidades de carácter hacendístico.
La expansión de la economía monetaria planteó la necesidad de disponer de materias primas abundantes para llevar a cabo las oportunas acuñaciones. Europa carecía de minas de oro y plata que proporcionaran la base necesaria para éstas. El oro africano importado por intermediación de los musulmanes del Magreb al emirato nazarí de Granada y redistribuido por comerciantes genoveses había sido utilizado en el siglo XV en los circuitos europeos de circulación monetaria. La posibilidad de obtener directamente este oro en las costas del África atlántica constituyó uno de los principales motivos que impulsaron la expansión marítima portuguesa en dicho siglo. El avance de la economía dineraria hizo insuficientes estas fuentes de aprovisionamiento de metal precioso. La explotación de algunas minas de plata en Centroeuropa sólo contribuyó a paliar parcialmente la situación, pero fue la conquista del Nuevo Mundo americano, que llevó aparejado el hallazgo de grandes minas, lo que proporcionó una solución suficiente y duradera.
Generalmente, los sistemas monetarios europeos se basaban en la dualidad entre moneda real y moneda imaginaria o de cuenta. Así, por ejemplo, en Francia se utilizaba como unidad de cuenta la libra tornesa, mientras en Castilla se usaban el ducado y el maravedí. La moneda que gozaba de mayor prestigio en el mercado internacional a comienzos de la Edad Moderna era el ducado de oro veneciano. A este patrón se ajustó la moneda de oro en España a partir de la reforma monetaria emprendida por los Reyes Católicos en 1497.
En segundo lugar vamos a referirnos a las instituciones e instrumentos comerciales, comenzando por las ferias. Viejas instituciones de origen medieval, las ferias constituyeron un importante factor de dinamización de los intercambios y de desarrollo de las técnicas del crédito. Consistían en reuniones periódicas de comerciantes a las que reyes y gobernantes, con objeto de favorecerlas, habían concedido privilegios y franquicias, dado que propiciaban el desarrollo económico de las ciudades en las que se celebraban. El principal papel de las ferias consistía en que rompían el círculo reducido de los intercambios ordinarios, movilizando la economía de vastas regiones (F. Braudel).
Aunque constituían también un marco idóneo para multitud de pequeñas transacciones, lo importante de las principales ferias era la actividad desplegada por los grandes comerciantes. En ellas se compraba al por mayor y se concluían negocios de envergadura, en presencia o no de las mercancías. Las dificultades y riesgos del transporte de las gruesas sumas de dinero en metálico requeridas motivaron la multiplicación de los mecanismos del crédito. Las ferias servían también como punto de encuentro entre hombres de negocios al objeto de confrontar y compensar deudas mediante letras de cambio, lo que daba lugar a auténticas operaciones de "clearing" financiero. A la larga, la actividad de las ferias evolucionó en el sentido de primar las operaciones de crédito en relación a las transacciones de mercancías.
El mapa de la Europa del siglo XVI estaba salpicado de puntos en los que tenía lugar la celebración de ferias. No todas ellas, desde luego, tenían la misma entidad ni idéntica trascendencia. Algunas destacaron netamente sobre el resto por su importancia. Entre ellas podrían citarse las de Lyon, que tenían lugar cuatro veces a lo largo del año. Las de Besançon, fundadas en 1535 por comerciantes genoveses y luego trasladadas a Plaisance, figuraban también entre las más destacadas. En Castilla se celebraban grandes ferias en Medina del Campo, Villalón y Medina de Rioseco. Especialmente destacaban las de Medina del Campo, celebradas dos veces por año, que oficiaban como centro de negociación de las exportaciones de materias primas castellanas a Flandes y que constituyó al mismo tiempo un importante nudo financiero para el comercio europeo.
El declinar de las ferias vino de la mano del desarrollo de grandes núcleos urbanos que se constituyeron en centros permanentes de negocios mercantiles y financieros. La creación de bolsas y bancos hizo cada vez más innecesarias las grandes ferias. Con todo, éstas se mantuvieron en plena actividad a lo largo del siglo XVI, unas más florecientes y otras más abatidas, y no fue hasta el siglo siguiente cuando se precipitó su auténtica decadencia.
Si las ferias constituían mercados de celebración periódica, lonjas y bolsas representaban, en cambio, centros permanentes de negociación. Las principales plazas comerciales de Europa contaban siempre con un lugar donde mercaderes, banqueros, cambistas y corredores se reunían a diario para hacer sus tratos. Estos centros eran, en principio, simples lugares a cielo abierto o espacios porticados. Más tarde fueron surgiendo edificios específicamente destinados a tal fin. En Italia solían recibir el nombre de loggia, como la Loggia dei Mercanti veneciana, ubicada en los pórticos de Rialto. En España se denominaban lonjas, siendo las más célebres las de Barcelona y Valencia. En Sevilla los mercaderes se reunían en las gradas de la catedral, aunque luego se construyó un magnífico edificio en un lugar aledaño. En otros lugares de Europa las lonjas recibían otros nombres. El de bolsa proviene de la ciudad flamenca de Brujas, donde las reuniones de comerciantes tenían lugar en el llamado Hótel de Bourses (F. Braudel).
En algunos de estos centros se negociaba no sólo con mercancías, sino también con valores, especialmente con títulos de deuda del Estado. Así sucedía, por ejemplo, en el norte de Italia y en España. El mercado de acciones, por su parte, tiene un importante precedente en Centroeuropa; en Leipzig se cotizaban desde el siglo XV acciones de las minas alemanas. Sin embargo, el concepto actual de la bolsa como mercado de valores tiene su origen por excelencia en la bolsa de Amsterdam, creada a comienzos del siglo XVII, que iba a erigirse en activo centro de negociación de las acciones de las grandes compañías comerciales encargadas del comercio asiático y americano.
En otro orden de cosas, el comercio europeo del siglo XVI se sirvió de diversos tipos de sociedades mercantiles, de mayor o menor complejidad. La necesidad de invertir grandes capitales y de gestionar las empresas en sus diversas facetas superaba las posibilidades individuales a poco que la envergadura del negocio traspasara ciertos límites, forzando la asociación de partes.
Los instrumentos comerciales fueron básicamente los ya utilizados en la Italia medieval, sobre cuya base se desarrollaron otros nuevos. El tipo más simple de sociedad era la coleganza o comenda, heredera de la antigua "societas maris" italiana. Se trataba de una asociación, generalmente formalizada para un solo viaje marítimo, entre un individuo que aportaba el capital y otro que viajaba con la mercancía para ocuparse de la venta. En algunas ocasiones este último aportaba también una parte menor del capital.
Una forma algo más compleja era la compañía, sociedad originariamente de carácter familiar en la que todos los miembros eran, colectivamente, responsables solidarios de forma ilimitada. Las compañías, a pesar del mencionado carácter familiar, admitieron en ocasiones socios extranjeros y emplearon numerosos dependientes. De esa forma ampliaron su capacidad de acción y su radio de influencia comercial.
En el siglo XVI surgió una forma nueva de sociedad que solventaba los problemas derivados de la responsabilidad ilimitada de los socios. Se trató de la comandita, en la cual cada socio se constituía en responsable sólo en la proporción de su aporte de capital. Este tipo de sociedad venía a superar los límites del marco familiar y resultaba un instrumento flexible de asociación entre comerciantes de diversos países.
Pero si las sociedades comanditarias vinculaban a capitales y personas, es decir, las facetas de inversión y gestión, las sociedades por acciones, que representan el modelo más complejo y acabado, eran sólo sociedades de capital. Ello permitía la participación de multitud de inversores, entre los cuales se repartían beneficios y pérdidas en proporción al volumen de su inversión. También facilitaban la captación de grandes capitales, así como ampliaciones del capital social cuando éstas se hacían necesarias. La propiedad de acciones, o partes de capital, no implicaba necesariamente, en cambio, el ejercicio de funciones de gestión comercial, reservadas sólo a los grandes accionistas. Por auténticas sociedades por acciones debe entenderse aquellas cuyas acciones eran cesibles y negociables en el mercado. En la Baja Edad Media se encuentran ya algunos ejemplos de este tipo de sociedad en los casos de propiedad compartida de barcos y minas cuyas partes eran vendibles. Sin embargo, la "Muscovy Company", compañía inglesa fundada en 1553, suele ser citada como la primera sociedad por acciones moderna.
Desde la Edad Media se difundió en el mundo mediterráneo un tipo de asociación corporativa de comerciantes de carácter urbano, fundada no ya con fines mercantiles, sino de defensa de los intereses comunes. Se trata de los consulados, de origen italiano, que actuaron también como tribunales marítimos con jurisdicción especial. Las ordenanzas o leyes internas de los consulados regulaban no sólo los aspectos organizativos concernientes a los mismos, sino también sus competencias en materias diversas de gran interés para sus integrantes, tales como la regulación de los seguros marítimos y del mercado de fletes. En España contaron con consulado de mercaderes ciudades de gran tradición mercantil como Barcelona, Valencia, Burgos, Bilbao y Sevilla.
El crédito jugó también un importante papel en la expansión del capitalismo. Entre sus diversos instrumentos destaca, en primer lugar, la letra de cambio. Surgida como técnica mercantil en Italia durante la Edad Media, fue muy utilizada en el comercio europeo del siglo XVI. La letra de cambio iba a facilitar enormemente los negocios al eliminar los riesgos del transporte de dinero y al operar como instrumento de crédito a corto plazo. El sistema consistía en que un comprador se comprometía mediante un documento escrito a pagar en un plazo y en una ciudad determinados al vendedor o a su agente el precio de la mercancía comprada más sus correspondientes intereses. Bajo esta fórmula se escondía una operación de crédito y otra de cambio, pues si el pago se realizaba en una plaza de un país diferente entraba también en juego la especulación con el beneficio del cambio de moneda. La ventaja de la letra de prescindir del dinero físico quedaba aumentada por la facilidad para su compensación por otras deudas. Las operaciones contables de los hombres de negocios vinculados a las redes del tráfico de largo radio incluían ordinariamente compensaciones de partidas de haber y debe mediante letras, lo que contribuía a dotar de mayor dinamismo a los negocios. A partir del siglo XVI los comerciantes italianos introdujeron otra importante novedad, el endoso, aunque esta práctica no se difundió al resto de Europa hasta el siglo XVII. El endoso permitía negociar las letras de cambio, así como también que éstas sirvieran como medio de pago de deudas con un tercero. Sucesivos endosos hacían que las letras circularan hasta su liquidación. La negociación de las letras se efectuaba, como se ha visto, en las ferias que se celebraban periódicamente en importantes plazas mercantiles de Europa, como Lyon y Amberes. Más adelante, en el siglo XVII, la creación de grandes bancos en los que los comerciantes abrían cuentas y efectuaban sus depósitos hizo cada vez más innecesarias estas grandes ferias financieras.
Además de la letra de cambio, existieron otros instrumentos de crédito. En la Europa del Norte, donde la introducción de la técnica de la letra fue más tardía, se utilizaba con una función similar la cédula obligatoria o pagaré, que consistía en un documento de reconocimiento de deuda y de compromiso de pago en un tiempo establecido.
Por otra parte, el préstamo privado entre particulares se realizó muchas veces en forma de crédito hipotecario, con la garantía de bienes inmuebles urbanos o rústicos. Los empréstitos públicos jugaron también un importante papel en el desarrollo del mundo de los negocios en la Europa del siglo XVI. La ausencia de una banca estatal obligó, por ejemplo, a la Monarquía hispánica a concertar asientos con grandes hombres de negocios a fin de disponer de la liquidez necesaria para financiar sus empresas exteriores. La garantía de estos contratos de préstamo a interés la constituían las propias rentas reales a recaudar en un futuro próximo.
En otro ámbito, la financiación de las empresas comerciales requería a menudo el adelanto de fuertes sumas, tanto para la adquisición de mercancías como para la preparación y equipamiento de las expediciones. Estas cantidades se reunían mediante la aportación de capital por parte de los socios de la empresa, pero en ocasiones era necesario recurrir al crédito para completarlas. Ello dio lugar a formas específicas de préstamo, como los realizados a riesgo marítimo.
Las necesidades del crédito dieron lugar al desarrollo espectacular de una institución de origen medieval, como fue la banca. En el siglo XVI la banca privada predominó abiertamente sobre la pública. Esta última se reducía, en realidad, a algunos pocos establecimientos estatales en algunas de las principales ciudades mercantiles del norte de Italia y a ciertas instituciones de carácter municipal. Entre los primeros puede citarse la Casa de San Giorgio de Génova, que actuaba como banca pública de depósito y como centro de administración de la deuda pública estatal, y el Banco di Rialto de Venecia, fundado en 1587 como banco de transferencias. Entre los bancos municipales hay que citar el de Barcelona, que comenzó su andadura a comienzos del siglo XV.
La banca privada, mucho más importante, tuvo mayor difusión. Su función fue doble, corno lugar de depósito y de préstamo. Su mayor desarrollo durante el siglo XVI correspondió al área mediterránea, el ámbito ibérico, el mundo flamenco y el sur de Alemania. En el resto de Europa, incluida Inglaterra, el desarrollo de la banca fue más tardío. Los bancos privados respondieron a diversos modelos de organización y evolucionaron en distintos niveles. En el inferior estaban los cambistas, presentes en todos los mercados, que no se limitaban a realizar operaciones de cambio de moneda, sino que también aceptaban depósitos. En Italia se conoció también el sistema de bancos de empeño, que facilitaban préstamos sobre prendas depositadas como garantía. Pero el desarrollo más espectacular de la banca estuvo vinculado a las operaciones de los grandes mercaderes, que invirtieron parte de su capital en el préstamo a interés. En Italia, el caso de los Médicis ilustra, entre otros muchos, este aspecto fundamental de la evolución de la institución bancaria. Las más importantes casas comerciales italianas facilitaban créditos y establecieron sucursales en numerosas ciudades de su ámbito mercantil. Los banqueros genoveses y toscanos destacaron claramente sobre el resto. En la Península ibérica, los más señalados de entre los comerciantes-banqueros estuvieron instalados en Barcelona, Lisboa y ciertas ciudades de Castilla. Familias como los Espinosa y los Ruiz, de Medina del Campo, destacaron entre los banqueros castellanos. Finalmente, en Alemania se encuentra el caso de los hombres de negocios de Augsburgo, entre los cuales los Fugger, banqueros de Carlos V, sobresalieron de forma especial.